lunes, 20 de julio de 2015

GÉRARD DE NERVAL. AURÉLIA (1855)

Gérard de Nerval 1808 - 1855

El sueño es una segunda vida. No he podido penetrar sin estremecerme en esas puertas de marfil o de cuerno que nos separan del mundo invisible. Los primeros instantes de sueño son la imagen de la muerte; un entorpecimiento nebuloso se apodera de nuestro pensamiento y no podemos determinar el instante preciso en que el yo, bajo otra forma, continúa la obra de la existencia. Es un subterráneo vago que se ilumina poco a poco, donde se desprenden de la sombra y la noche las pálidas figuras gravemente inmóviles que habitan la mansión de los limbos. Luego, el cuadro se forma, una claridad nueva ilumina y pone en juego esas apariciones extravagantes; el mundo de los espíritus se abre para nosotros.
   Swedenborg llamaba a estas visiones Memorabilia, las debía al ensueño con más frecuencia que al sueño; El asno de oro, de Apuleyo, La Divina Comedia, de Dante, son los modelos poéticos de esos estudios del alma humana. Voy a tratar de transcribir, a su ejemplo, las impresiones de una larga enfermedad que sucedió totalmente en los misterios de mi espíritu; y no sé por qué me sirvo del término enfermedad, pues jamás, por lo que toca a mí mismo, me he sentido de mejor salud. A veces, creía mi fuerza y mi actividad redobladas; me parecía saberlo todo y comprenderlo todo; la imaginación me aportaba delicias infinitas. ¿Al recobrar lo que los hombres llaman la razón, habrá que lamentar haberlas perdido?...
   Esa vida nueva tuvo para mí dos fases. He aquí las notas que se refieren a la primera. Había perdido a una dama a quien amaba hacía largo tiempo y a quien llamaré Aurélia. Poco importan las circunstancias de ese acontecimiento que debía de tener una influencia tan grande sobre mi vida. Cada uno puede buscar en sus recuerdos la emoción más lacerante, el golpe más terrible asestado al alma por el destino; es preciso resolverse entonces a morir o a vivir: más tarde diré por qué no escogí la muerte.
   Condenado por quien yo amaba, culpable de una falta de la que no esperaba ya perdón, sólo me restaba precipitarme en las embriagueces vulgares; fingí la alegría y la indiferencia, corrí el mundo, locamente apasionado de variedad y capricho; me atraían principalmente los trajes y las costumbres extravagantes de las poblaciones lejanas, me parecía que desalojaba así las condiciones del bien y del mal; los términos, diré, de lo que es sentimiento para nosotros los franceses. "¡Qué locura", me decía, "amar así, con un amor platónico a una mujer que ya no nos ama! Es culpa de mis lecturas; he tomado en serio las invenciones de los poetas y me he hecho una Laura o una Beatriz de una persona ordinaria de nuestro siglo... Pasemos a otras intrigas, y ésta se olvidará pronto."
   El aturdimiento de un alegre carnaval en una ciudad de Italia ahuyentó todas mis ideas melancólicas. Era tan feliz por el alivio sentido, que hacía partícipes de mi dicha a todos mis amigos y, en mis cartas, les daba por estado constante de mi espíritu lo que no era sino una sobreexcitación febril.
   Un día llegó a la ciudad una mujer de gran renombre que me hizo su amigo y que, habituada a agradar y a deslumbrar, me arrastró fácilmente al círculo de sus admiradores. Después de una velada en la que había estado a la vez muy natural y llena de un encanto del que todos percibíamos el alcance, me sentí tan cautivado que no quise retardar un instante el escribirle. ¡Era tan feliz al sentir mi corazón capaz de un nuevo amor...! Adopté en ese entusiasmo ficticio, las mismas fórmulas que, poco tiempo antes, me habían servido para pintar un amor verdadero y largo tiempo experimentado. Una vez enviada la carta, habría querido retenerla, y me fui a soñar en la soledad con lo que me parecía una profanación de mis recuerdos.
   La noche restituyó a mi nuevo amor todo el prestigio de la víspera. La dama se mostró sensible a lo que le había escrito, sin dejar de manifestarme cierto asombro por mi súbito fervor. Había yo escalado, en un día, varios peldaños de los sentimientos que podemos concebir por una mujer, con apariencia de sinceridad. Ella me confesó que mi carta la desconcertaba a la vez que la enorgullecía. Traté de convencerla, pero, cualquiera que fuese el motivo que quería expresarle, no pude, en lo sucesivo, recuperar el diapasón de mi estilo, de manera que me vi obligado a confesarle, con lágrimas, que me había traicionado yo mismo al engañarla. No obstante, mis confidencias emocionadas tuvieron algún encanto, y una amistad más fuerte en su dulzura sucedió a las vanas protestas de pasión.


Más tarde la encontré en otra ciudad donde también se hallaba la dama a quien amaba siempre sin esperanza. Un azar las hizo conocerse mutuamente, y la primera tuvo ocasión de conmover a mi costa a aquella que me había desterrado de su corazón. De manera que un día, encontrándome en un grupo social del cual ella formaba parte, la vi venir hacia mí y tenderme la mano. ¿Cómo interpretar ese acto y la mirada profunda y triste con que acompañó su saludo? Creí ver el perdón del pasado; el divino acento de la piedad daba a las simples palabras que me dirigió un valor inexpresable, como si algo de la religión se mezclara a las dulzuras de un amor hasta entonces profano, y le imprimiera el carácter de la eternidad. Un deber imperioso me forzaba a regresar a París, pero inmediatamente tomé la resolución de permanecer allí pocos días y volver en seguida cerca de mis dos amigas. La alegría y la impaciencia me dieron entonces una especie de aturdimiento que se complicaba con el cuidado de los negocios que debía terminar. Un día, hacia medianoche, caminaba por un barrio donde se encontraba mi habitación, cuando, al levantar la vista por azar, advertí el número de una casa iluminada por un reverbero. Ese número era el de mi edad. Inmediatamente, al bajar los ojos, vi ante mí una mujer de tez lívida, de ojos huecos, que me pareció tener las facciones de Aurélia. Me dije:

   -¡Es su muerte o la mía que se me anuncia!



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