Gérard de Nerval 1808 - 1855
El sueño es una segunda vida. No he podido penetrar sin estremecerme
en esas puertas de marfil o de cuerno que nos separan del mundo invisible. Los
primeros instantes de sueño son la imagen de la muerte; un entorpecimiento
nebuloso se apodera de nuestro pensamiento y no podemos determinar el instante
preciso en que el yo, bajo otra forma, continúa la obra de la
existencia. Es un subterráneo vago que se ilumina poco a poco, donde se
desprenden de la sombra y la noche las pálidas figuras gravemente inmóviles que
habitan la mansión de los limbos. Luego, el cuadro se forma, una claridad nueva
ilumina y pone en juego esas apariciones extravagantes; el mundo de los
espíritus se abre para nosotros.
Swedenborg llamaba
a estas visiones Memorabilia, las debía al ensueño con más frecuencia
que al sueño; El asno de oro, de Apuleyo, La Divina Comedia, de
Dante, son los modelos poéticos de esos estudios del alma humana. Voy a tratar
de transcribir, a su ejemplo, las impresiones de una larga enfermedad que
sucedió totalmente en los misterios de mi espíritu; y no sé por qué me sirvo
del término enfermedad, pues jamás, por lo que toca a mí mismo, me he sentido
de mejor salud. A veces, creía mi fuerza y mi actividad redobladas; me parecía
saberlo todo y comprenderlo todo; la imaginación me aportaba delicias
infinitas. ¿Al recobrar lo que los hombres llaman la razón, habrá que lamentar haberlas
perdido?...
Esa vida nueva tuvo
para mí dos fases. He aquí las notas que se refieren a la primera. Había
perdido a una dama a quien amaba hacía largo tiempo y a quien llamaré Aurélia.
Poco importan las circunstancias de ese acontecimiento que debía de tener una influencia
tan grande sobre mi vida. Cada uno puede buscar en sus recuerdos la emoción más
lacerante, el golpe más terrible asestado al alma por el destino; es preciso
resolverse entonces a morir o a vivir: más tarde diré por qué no escogí la
muerte.
Condenado por quien
yo amaba, culpable de una falta de la que no esperaba ya perdón, sólo me
restaba precipitarme en las embriagueces vulgares; fingí la alegría y la
indiferencia, corrí el mundo, locamente apasionado de variedad y capricho; me
atraían principalmente los trajes y las costumbres extravagantes de las
poblaciones lejanas, me parecía que desalojaba así las condiciones del bien y
del mal; los términos, diré, de lo que es sentimiento para nosotros los franceses.
"¡Qué locura", me decía, "amar así, con un amor platónico a una
mujer que ya no nos ama! Es culpa de mis lecturas; he tomado en serio las
invenciones de los poetas y me he hecho una Laura o una Beatriz de una persona
ordinaria de nuestro siglo... Pasemos a otras intrigas, y ésta se olvidará
pronto."
El aturdimiento de
un alegre carnaval en una ciudad de Italia ahuyentó todas mis ideas
melancólicas. Era tan feliz por el alivio sentido, que hacía partícipes de mi dicha
a todos mis amigos y, en mis cartas, les daba por estado constante de mi
espíritu lo que no era sino una sobreexcitación febril.
Un día llegó a la
ciudad una mujer de gran renombre que me hizo su amigo y que, habituada a
agradar y a deslumbrar, me arrastró fácilmente al círculo de sus admiradores. Después
de una velada en la que había estado a la vez muy natural y llena de un encanto
del que todos percibíamos el alcance, me sentí tan cautivado que no quise
retardar un instante el escribirle. ¡Era tan feliz al sentir mi corazón capaz
de un nuevo amor...! Adopté en ese entusiasmo ficticio, las mismas fórmulas
que, poco tiempo antes, me habían servido para pintar un amor verdadero y largo
tiempo experimentado. Una vez enviada la carta, habría querido retenerla, y me
fui a soñar en la soledad con lo que me parecía una profanación de mis
recuerdos.
La noche restituyó
a mi nuevo amor todo el prestigio de la víspera. La dama se mostró sensible a
lo que le había escrito, sin dejar de manifestarme cierto asombro por mi súbito
fervor. Había yo escalado, en un día, varios peldaños de los sentimientos que podemos
concebir por una mujer, con apariencia de sinceridad. Ella me confesó que mi carta
la desconcertaba a la vez que la enorgullecía. Traté de convencerla, pero,
cualquiera que fuese el motivo que quería expresarle, no pude, en lo sucesivo,
recuperar el diapasón de mi estilo, de manera que me vi obligado a confesarle,
con lágrimas, que me había traicionado yo mismo al engañarla. No obstante, mis
confidencias emocionadas tuvieron algún encanto, y una amistad más fuerte en su
dulzura sucedió a las vanas protestas de pasión.
Más tarde la encontré en otra ciudad donde también se
hallaba la dama a quien amaba siempre sin esperanza. Un azar las hizo conocerse
mutuamente, y la primera tuvo ocasión de conmover a mi costa a aquella que me
había desterrado de su corazón. De manera que un día, encontrándome en un grupo
social del cual ella formaba parte, la vi venir hacia mí y tenderme la mano.
¿Cómo interpretar ese acto y la mirada profunda y triste con que acompañó su
saludo? Creí ver el perdón del pasado; el divino acento de la piedad daba a las
simples palabras que me dirigió un valor inexpresable, como si algo de la
religión se mezclara a las dulzuras de un amor hasta entonces profano, y le
imprimiera el carácter de la eternidad. Un deber imperioso me forzaba a
regresar a París, pero inmediatamente tomé la resolución de permanecer allí
pocos días y volver en seguida cerca de mis dos amigas. La alegría y la
impaciencia me dieron entonces una especie de aturdimiento que se complicaba con
el cuidado de los negocios que debía terminar. Un día, hacia medianoche,
caminaba por un barrio donde se encontraba mi habitación, cuando, al levantar
la vista por azar, advertí el número de una casa iluminada por un reverbero.
Ese número era el de mi edad. Inmediatamente, al bajar los ojos, vi ante mí una
mujer de tez lívida, de ojos huecos, que me pareció tener las facciones de Aurélia.
Me dije:
-¡Es su muerte o
la mía que se me anuncia!
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