miércoles, 24 de febrero de 2021

Gustav Mahler "Das Lied von der Erde" "La canción de la tierra"

 

  Este disco llenó buena parte de mi juventud

GUSTAV MAHLER 1860 - 1911

HOMENAJE EN EL 110º ANIVERSARIO DE SU MUERTE

DAS LIED VON DER ERDE 1907 - 1911

sábado, 2 de enero de 2021

BEETHOVEN CONTRA EL ABSOLUTISMO

Retrato por Christian Horneman, 1803
 
Ludving van Beethoven 1770 - 1827
 
Beethoven  contra el Absolutismo
 
 No es ninguna novedad que Beethoven, que nació hace este mes 250 años, fue un compositor revolucionario. Sin embargo, no fue revolucionario únicamente en su arte. Su tiempo estuvo marcado a fuego por la Revolución Francesa por las guerras napoleónicas y, en el Imperio austríaco en que vivió, por la tónica conservadora que volvió a imponerse con el Congreso de Viena.
    El compositor alemán experimentó estas fluctuaciones históricas en general a contracorriente de su entorno mayoritario. Fue innovador también en su orientación política: un idealista radical (aunque no violento).
     Comulgó con los valores de la libertad, la igualdad y la fraternidad durante la convulsa transición del Antiguo Régimen al siglo romántico, de la que fue el principal puente musical. Estos principios los asimiló en sus años formativos, los transcurridos en Bonn desde su nacimiento hasta que, con la mayoría de edad, se marchó a Viena para deslumbrar al mundo.
 

jueves, 11 de junio de 2020

EL REALISMO SOCIAL Y PSICOLÓGICO EN "LE ROUGE ET LE NOIR" DE M. STENDHAL

Henri Beyle. Stendhal

Antonio Martín

Stendhal publica Le rouge et le noir (crónica del siglo XIX) en 1830,  apenas  unos meses después de las jornadas parisinas de julio  que acaban con el reinado de Carlos X, el último de los Borbones que reinó en Francia. Stendhal inspiró su novela en un hecho de la crónica de sucesos ocurrido en 1827: Antoine Berthetes condenado por la Corte de Justicia de Grenoble  a la guillotina  por el intento de asesinato dentro de una iglesia de Mme Michelet, antigua amante suya y madre de tres niños a los que confió  su educación.  Los periódicos de la época, como la gaceta de los tribunales, recogen las sesiones del juicio  y generan un  extraordinario impacto en toda Francia.
Stendhal toma de ese hecho “real”, los personajes, los escenarios sociales, la trama y el desenlace trágico. El público lector de su novela, puede así comparar, ampliar y agrandar un hecho ya fijado en el imaginario colectivo por la crónica de sucesos de la vista pública del juicio del  joven  Antoine Berthet. Es en esta comparación  de donde surge el realismo de la novela: proximidad en tiempo y lugar que la prensa ha certificado como escandalosamente reales. Pero eso no le basta al artista-escritor porque si se quiere ver en toda su profundidad,  la realidad debe ser analizada tanto  en sus escenarios materiales y sociales como en los invisibles de la psicología humana. El escritor no solo es un pintor de grandes escenarios urbanos, paisajes, atuendos femeninos, armas, mobiliario, tipos sociales etc ; es sobre todo en Stendhal  un cirujano de la conciencia que se adentra en sus  más íntimos detalles hasta llegar a todo aquello uno puede saber o intuir, pero jamás declarar o exponer a la luz pública. Solo la alquimia de la novela y el espíritu fuerte de novelista puede transformar  esa “indecente” fruta prohibida (por la opinión pública) en una obra de arte por encima de los convencionales conocimientos de lo que  llamamos ciencia.
Es posible que bajo el reinado Carlos X, y sin la revolución de julio de 1830,  Stendhal no hubiera podido publicar su novela  porque ofrece un retrato magnífico y verídico de la hipócrita sociedad de la restauración donde los viejos ideales fraternales tienen que ser ocultados y la misma realidad tiene que ser vigilada y censurada por un ejército de espías que se extiende por todo el país dirigido por los Jesuitas.

VILLA DE VERRIERES,  (FRANCO CONDADO)
El joven Julien Sorel, hijo de un carpintero violento y analfabeto, aprende latín con el honesto cura Chelan, pero al mismo tiempo, un viejo cirujano del ejército napoleónico, hospedado en su casa,  inculca en él las ideas de libertad e igualdad con la lectura de las confesiones de Rousseau y el memorial de Santa Helena.  Son esos dos mentores los que determinarán su futuro: el rojo del ejército que tiene que ser secreto y clandestino y es la ardiente vocación de Julien, y el negro del sacerdocio al que las circunstancias  y el cura Chelan le destinan.
Gracias a su conocimiento del latín, Julien es contratado como educador de los hijos del alcalde de Verrieres, M Rênal, y  pasa a residir en la casa éste (comiendo a la mesa del alcalde y no con los criados). La familia Rênal es realista y Julien tiene que fingir que él también lo es, como ya lo hacía con el cura Chelan,  y cada vez que sale a relucir el nombre de su ídolo Napoleón añadir un epíteto infamante. Julien es ambicioso, sabe de su propio valor y sorprende a todos recitando de memoria el nuevo testamento lo que llena de orgullo y admiración a sus patronos y  a todos los buenos burgueses que rinden  visita al Señor alcalde. Julien además de ser ambicioso tiene un gran orgullo y un fuerte resentimiento contra esos burgueses realistas, que solo piensan y hablan de dinero (de les revenues) y miran por encima del hombro a gentes que provienen de abajo como Julien.
La sociedad de Verrieres es un pequeño cosmos de la Francia de la época; Stendhal nos presenta a la élite social, la casta dominante,  a los personajes que son a la vez acabados prototipos sociales de la Restauración. El señor alcalde M. Rênal en primer lugar, antiguo liberal pasado a los ultras que aspira a proseguir carrera haciéndose nombrar diputado;  M. Valenod es el presidente del “depósito de los pobres”, su fortuna se ha multiplicado con el infortunio de los desgraciados, es aún más ultra que el alcalde, cuenta con la protección de los Jesuitas y aspira a desplazar a M. Rênal de la  alcaldía; este M. Valenod es un sujeto arribista y  grosero que secretamente corteja sin ningún resultado a la esposa de su rival político, el alcalde. El cura Chelan es un hombre honesto y generoso, protector de Julien, ultraconservador y  realista, pero que acaba cayendo en desgracia a causa de su honradez y es relevado en la parroquia por otro cura afín a los Jesuitas.
   En casa del alcalde donde ha pasado a vivir Julien, Madame Rênal observa con simpatía a ese joven tutor de sus hijos, un joven sensible y de enorme talento que enseña a sus hijos latín y les trata con gran afecto;  Julien una noche en el jardín del chateau campestre de la familia, bajo un castaño, durante una pequeña tertulia entre la penumbra, toca por casualidad la mano de madame Rênal; ella la retira inmediatamente y Julien ofendido en su orgullo por este nimio detalle, se propone conseguir que madame Rênal acepte tomar su mano sin retirarla. Así comienza un amor clandestino que oscila entre la pasión y los remordimientos y concluye cuando una carta anónima dirigida a M. Rênal le avisa del adulterio de su esposa. M. Rênal se conduce con prudencia burguesa, sopesando pérdidas y ganancias antes de actuar; su esposa le hace dudar sobre las intenciones ocultas del autor de la carta, posiblemente escrita por algún enemigo o rival político, como M. Valenod, para desacreditarle ante la opinión pública; pero el marido burlado y  amoscado no acaba de creer la inocencia de su esposa y para evitar el escándalo público y tener que  rechazar una esposa que espera una rica herencia, acepta finalmente la solución propuesta por el cura Chelan de enviar a Julien al seminario de Besançon para hacerse sacerdote y seguir con lo que se supone su verdadera vocación.

EL SEMINARIO DE BESANÇON
Julien se obliga a sí mismo a aparentar ante el cura Chelan una vocación que no siente y acepta la estancia en el seminario como el único camino posible para sus ambiciones de ascenso social. En el seminario, su carácter y su inteligencia suscitan el recelo, la envidia y el rechazo de los jóvenes seminaristas; la mayoría son hijos de campesinos cuya conversación gira en torno a la comida y hablan con fruición de infinitas anécdotas en las cuales  el cura de tal o cual parroquia ha recibido tres docenas de capones y un par de  ciervos yetc, etc. En este ambiente pesebrista, Julien se siente aislado y deprimido, solo cuenta con la protección del severo director del seminario, el padre Pirard, pero esto también acarrea su desgracia, ya que el padre Pirard no es de la cuerda del partido del sagrado corazón y los examinadores Jesuitas de Julien le dan las peores notas. El padre Pirard cansado de las intrigas de sus enemigos dimite ante el regocijo de éstos; en todos sus años de trabajo apenas ha podido ahorrar  500 francos, pero en París cuenta con la protección del poderoso marqués de La Mole. El padre Pirard y Julien viajan a la capital francesa a visitar a su protector; allí, Julien  vivirá  en el Hôtel de La Mole trabajando como secretario del marqués.

PARIS, HÔTEL DE LA MOLE (segunda parte de la novela)
El Señor de La Mole es un personaje de enorme relevancia política y social, es miembro vitalicio de la Cámara de los Pares,caballero distinguido de la Ordendel Espíritu Santo,Cordón Bleuy aspira a ser nombrado ministro del rey;posee extensas propiedades en Normandía, Provenza, Franco Condado, etc. El porvenir de su familia recae en sus dos jóvenes hijos legítimos: el conde Norbert y la preciosa y orgullosa Mathilde. En el Hôtel de La Mole, su lujosa residencia, se reúnen lo más selecto de la sociedad y de la alta política de París: insignes varones como ministros, diputados, pares, banqueros, académicos, generales y sus esposas, hijos y familiares; las mujeres juegan un papel de primer orden en el salón; ellas se encargan de negociar, de recomendar e influir en todo tipo de decisiones privadas o gubernamentales; mandan en la moda, en los modales y hacen y deshacen ministerio y obispados.
   Mathilde de La Mole es la joven más distinguida y bella de la aristocracia parisina, su belleza es pareja a su inteligencia y orgullo. Entre sus nobles antepasados le es grato recordar como una historia caballeresca los amores trágicos de un tal Bonifacio de La Mole, caballero que vivió en el siglo XVI y que por pedir clemencia para sus amigos hugonotes fue decapitado; su prometida, desgarrada por el dolor, pidió al verdugo la cabeza de su amado y la enterró en un convento. Sin embargo, los planes de la familia de La Mole para Mathilde son mucho más convencionales: preparan un matrimonio ventajoso con una familia de la alta nobleza que refuerce su poder y la obtención del título de Ducado.
   Mathilde, rodeada de estos jóvenes pretendientes se aburre. Lennui es el mal de los jóvenes aristócratas, es el producto de unos modales que acaban sofocando cualquier intento de vivir con naturalidad; l’ennui, que puede traducirse como hastío, es el resultado de la práctica del fingimiento y la hipocresía que utilizan las clases dominantes de la Restauración para conservar sus privilegios y establecer una barrera social infranqueable para los de abajo. Para la joven y orgullosa Mathilde, sus jóvenes compañeros de salón tienen una elevada cuna y una  educación exquisita, pero son previsibles y sosos, les falta la audacia y el ardor de los caballeros de la época de Bonifacio de La Mole y encuentra en Julien un contrapunto que desafía su imaginación, un joven de manifiesta inteligencia, y de un ardor y ambición que ella adivina en sus gestos, en su mirada, en sus silencios. Mathilde durante las mañanas baja a la biblioteca con la excusa de  consultar algún libro, allí está Julien que trabaja en la redacción de la correspondencia de los negocios del marqués. Surge un duelo arduo entre estos dos seres orgullosos; se observan, se miden, se desafían; porque el amor no es un sendero de rosas para M. Stendhal, más bien parece un campo de batalla por el dominio y la posesión y cuyo objetivo es rendir la voluntad, triunfar sobre el amor propio y el orgullo del adversario amado. Mathilde da el primer paso y escribe una carta a Julien declarándole su amor y dándole una cita nocturna en su habitación. Julien recela, piensa que puede ser un engaño o una broma; pero se arma de valor y acepta el desafío, provisto de dos pistoletes sube por una escala, alcanza la ventana y entra en la habitación de la joven doncella. Después de un momento inicial de desconcierto, los jóvenes comparten las delicias de una noche de amor. Pero este es un primer lance de la guerra, a la mañana siguiente todo parece volver a la normalidad, la diferencia social entre los dos jóvenes hace incierto el futuro de su amor. Mathilde (como toda mujer que aprecie su honra) en los días y semanas siguientes experimenta una cierta vergüenza por haberse entregado con tanta facilidad; En cambioJulien, después de esa primera noche, se siente arrastrado por la pasión y observa con rabia que su amada ha vuelto a frecuentar la compañía de su pretendiente habitual, el joven M. de Croisenois. Entonces Julien debe hacer acopio de todo el coraje, la paciencia  y la sangre fría que su ambición atesora para idear y poner en práctica la mejor estrategia para rendir a su amada. Son los celos, hábilmente excitados por Julien los que logran que Mathilde se rinda a sus pies y le conceda nuevas citas amorosas en su habitación.
Entonces sucede lo que la naturaleza dispone en estos casos: Mathilde queda embarazada y Julien tiene que soportar que el viejo marqués, a pesar de que contaba con su aprecio hasta ese momento le colme de insultos, improperios y  amenazas por esa unión desigual. Al cabo de algunas semanas la tormenta amaina y el marqués, ante la firmeza de su hija de querer casarse con Julien,  parece avenirse a aceptar a éste como su yerno. El cielo parece abrirse a Julien que incluso es nombrado teniente de caballería y puede soñar con iniciar una carrera militar.


DESENLACE Y MUERTE DE JULIEN
Pero la desgracia se desencadena con la llegada de una carta dirigida al marqués de la Mole y remitida por madame Rênal que instigada por su confesor describe a Julien como un ser vil, un seductor indigno, un hipócrita peligroso que sólo trae la desgracia a cuantos confían en él. El marqués se vuelve atrás en su decisión y decide no aceptar el matrimonio de su hija. Julien lleno de furia viaja a Verrieres,  compra dos pistolas y en la Iglesia, en pleno oficio religioso, dispara dos tiros a Madame Rênal hiriéndola de gravedad. Julien es arrestado por los gendarmes y es llevado a prisión, primero en Verrieres y luego en Besançon. En su celda recibe la visita de Mathilde que firme en su amor mueve todas las influencias de su poderosa familia entre los jesuitas para salvar a Julien. También recibe la visita de madame Rênal que se ha restablecido de la herida sufrida y se reconcilia con Julien y escribe cartas a todos los jurados pidiendo clemencia para su antiguo amante. En la sesión pública del juicio, el alegato final que hace Julien ante el jurado, presidido por M. Valenod, que acaba de ser nombrado nuevo alcalde de Verrieres, es contraproducente. Julien, en vez de mostrarse humilde, arrepentido y pedir clemencia, no puede evitar que el orgullo le traicione. Acepta la pena de muerte porque se cree acreedor de ella y no espera nada de “la casta”  la que pertenecen los señores del jurado. Esa actitud de menosprecio pesa más en la balanza de la justicia que el oro y las prebendas que promete la señorita de La Mole a los dignos jurados: Julien es condenado a la pena capital, es decir, la guillotina.
El epilogo de esta historia recuerda aquella otra del siglo XVI protagonizada por Bonifacio de La Mole y su prometida: Mathilde toma entre sus manos la cabeza de Julien y entierra sus despojos en una gruta en la montaña siguiendo las últimas voluntades de su desgraciado amante. Fin de la historia.

EL PRINCIPIO DE REALIDAD Y JULIEN
Sin duda la historia de Julien como se acaba de contar, a grandes rasgos, con ese final trágico cuando se cercena brutalmente su vida, sus ambiciones  y sus amores, parece tener un cierto sabor romántico, pero una lectura cuidadosa de la novela nos conduce a otro lugar bien distinto. Debemos estar  atentos a los pequeños detalles, a las descripciones de los personajes y el puesto que ocupan en la sociedad, a sus motivaciones íntimas, a las diferentes tramas secundarias que hacen referencias a un tiempo-espacio muy concreto, etc. En todas estas facetas M. Stendhal nos da una prueba efectiva de realismo, de verosimilitud y contemporaneidad; porque la vida real, la sociedad humana, es bien sabido que también puede generar e inventar ficciones como las de una novela (ingenio no le falta, desde luego).

El principio de realidad nos dice que las causas que explican la conducta humana residen en el interés; y el interés tiene tres lados como un triángulo: el dinero, el poder y el sexo. La sociedad se constituye y organiza en círculos de interés con más o menos ventajas en el acceso a los vértices del triángulo: hay clases, castas o estamentos y los individuos luchan por defender su interés propio en el seno de su clase, grupo o círculo. La tragedia de Julien, nuestro héroe realista casi de carne y hueso, radica en ser un desclasado demasiado ambicioso para conformarse con las migajas del banquete de la mesa de los poderosos y demasiado desvalido por no contar con el apoyo de un grupo familiar o social fuerte. Su ascenso social tiene que hacer uso de tres resortes: su inteligencia, su hipocresía y su belleza. Julien asombra a los burgueses que le acogen a su mesapor su gran memoria, por otro lado, su belleza y su fina inteligencia le hacen ser amado por las esposas o las hijas de sus nobles anfitriones, pero siempre fingiendo devoción religiosa que no siente, ideas conservadoras que en realidad le repugnan. Un arribista, dotado de estas cualidades parece no ser el héroe adecuado de una novela; sin embargo, Julien tiene a su favor, ese desvalimiento social señalado, su juventud y belleza y sobre todo su ferviente idealismo igualitario, representado por el recuerdo de la figura casi mítica de Napoleón. Además, la muerte en la guillotina proporciona a Julienuna cierta aura de martirio y tragedia. Esto le diferencia de Georges Duroy, el arribista seductor de Bel-ami la novela de Maupassant que es como el colofón de finales de ese siglo XIX que lleva a su máximo desarrollo el principio de realidad; en él todo es egocéntrico interés, un individuo, que si bien cuenta con la simpatía inicial del lector, a medida que asciende socialmente mediante los recursos más viles, más repulsivo se nos representa sus imagen; la única disculpa descorazonadora que encontramos es que las victimas de Bel-ami son  moralmente peores que él. Pero Julien Sorel  no llegado a esas cimas de sucio realismo, el conserva ciertas cualidades: en sus amores hay cálculo e interés, pero también pasión sincera. Y en su muerte tiene el valor de no renunciar a sus convicciones para obtener el perdón de sus jueces.

   ¿El principio de realidad rechaza todo idealismo? No necesariamente, la realidad es compleja y de ella surgen también personas abnegadas, generosas y altruistas; pero ellas no dejan de ser la excepción en la sociedad burguesa de desigualdad y lucha de clases que se va conformando durante el siglo XIX. Los idealistas existen, pero no gobiernan, no triunfan en los negocios o en el amor porque no saben manejar ese principio básico. Y es en esa tensión entre la realidad mezquina y la pasión por los ideales de justicia o amor por donde  transcurre la novela realista decimonónica en Francia desde Stendhal hasta Maupassant  pasando por una multitud de talentos sobresalientes entre los cuales destacan  Balzac, Flaubert y Zola. La realidad no se edulcora o esconde en el arte y la literatura, pero se confronta con la esperanza y los sueños de una mejor humanidad.


MADRID, 10 JUNIO 2020

domingo, 17 de mayo de 2020

EDGAR ALLAN POE " LA MÁSCARA DE LA MUERTE ROJA"


Edgar Allan Poe

La Máscara de la Muerte Roja

La "Muerte Roja" había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.
    Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.
    Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.
    Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y las paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre.
    A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño.
    Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensato nerviosismo, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.
    Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces.
    Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.
    Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.
    Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que  comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo un cese angustioso. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.
    Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia.
    -¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!
    Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano.
    Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando  ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna figura tangible.
    Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caída. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.

Edgar Allan Poe (1809 - 1849)
The Masque of the Red Death (1842)
Traducción: Julio Cortázar
Ilustración: Aubrey Beardsley (1894)


sábado, 16 de mayo de 2020

FRIEDRICH HÖLDERLIN "PAN Y VINO"


Friedrich Hölderlin

Brot und Wein

Pan y vino

A Heinze

1

Alrededor reposa la ciudad; se calma la calleja iluminada,
y, adornados con teas, pasan coches ruidosos.
Hartos del día y sus placeres vuelven los hombres para descansar,
y en su casa sopesa, sumamente contento, un hombre moderado
la pérdida, el provecho; queda vacío de uvas y de flores,
y de manos solícitas descansa el mercado en tumulto.
Mas de un jardín distante surgen sones de cuerdas; es posible
que algún enamorado esté tañendo allí, o un hombre, a solas,
recuerde a unos amigos lejanos, y el tiempo de su juventud; las
    fuentes,
frescas y cantarinas siempre, junto al parterre oloroso murmuran.
En el aire resuenan quedamente campanas que alguien toca al
   crepúsculo,
y recordando el paso de las horas canta la suya un sereno.
Y un soplo ahora se levanta, mueve las copas de los árboles,
¡mira!, y la estampa umbrosa de la tierra, la luna,
con cautela aparece también; la noche, soñadora,
surge plena de estrellas y poco preocupada por nosotros,
reluce la admirable, extraña entre los hombres,
sobre las cumbres, triste y luminosa.


2

Maravilloso es el favor de la sublime y nadie sabe
en qué consiste lo que otorga ni de dónde proviene.
Aunque ella mueve el mundo y da esperanza al alma de los
   hombres
ní los mismos sabios comprenden qué prepara; ésa es la voluntad
   del altísimo dios que te ama tanto, y por eso,
incluso para ti, es preferible el día luminoso.
Pero los ojos puros también aman la sombra algunas veces
y por propio placer buscan el sueño, antes que el sueño sea
   necesario,
o incluso el hombre más sincero goza contemplando la noche
y se apresta a ofrendarle sus guirnaldas, sus cantos,
porque aunque se consagra a los que mueren y a los que deliran,
eterna, se mantiene, más que libre, en su espíritu.
Pero tiene también que concedernos, para que en esta oscuridad,
en esta hora indecisa algo firme nos quede,
la divina ebriedad del éxtasis y del olvido,
la palabra fluida que, como los amantes, nunca duerma,
y la copa más llena, la vida más osada y la santa memoria
para permanecer despiertos mientras dura la noche.


3

En vano ocultamos en el pecho nuestros corazones,
en vano, maestros y discípulos, pretendemos frenar nuestro valor,
porque ¿quién podría impedirlo, prohibir la alegría?
El fuego mismo de los dioses día y noche nos empuja
a seguir adelante. ¡Ven, pues! Miremos los espacios abiertos,
busquemos lo que nos pertenece, por lejano que esté.
Sólo una cosa es firme: tanto si es mediodía o medianoche,
persiste una común medida para todos,
si bien a cada cual se le asigna la suya,
y cada uno avanza y llega donde puede.
Así, se mofa del sarcasmo una locura jubilosa
que prende de improviso a los cantores en la noche sagrada.
¡Ven, pues, al Istmo! ¡Ven! Allí donde el abierto mar murmura
a los pies del Parnaso, y la nieve ciñe los roquedales deíficos,
en la tierra de Olimpo, a la cima del Citerón,
bajo los pinos, entre los viñedos, desde donde Tebas
puede verse allá abajo, y el Ismenos murmura, en la tierra de
   Cadmos,
de donde vino y adonde nos devuelve el dios cercano.


4

¡Dichosa Grecia! Oh tú, morada de los celestiales,
¿es cierto, entonces, lo que oímos en la juventud?
¡Oh sala de festines, cuyo suelo es el mar, sus mesas las montañas,
para tan simple uso levantadas desde antaño!
Pero ¿dónde los tronos?, ¿dónde los templos y las copas?,
¿dónde, llena de néctar, la canción que hubo de ser delicia de los dioses?
¿Dónde, oh, dónde brillan ahora los oráculos que nos golpean desde    la distancia?
Delfos duerme, y la gran voz del destino ¿dónde suena?
¿Dónde el destino urgente?, ¿dónde, lleno de omnipresente gozo, de    qué cielos claros
surgido, quiebra los ojos con su tronante resplandor?
¡Oh Padre Éter! gritaban, y millares de veces ese grito voló
de lengua en lengua, y nadie estuvo a solas soportando su vida;
compartido, ese bien causa alegría; intercambiado con los        
   extranjeros
se convierte en un júbilo, y, en sueños, crece el poder de la palabra:    ¡Padre!
¡Sereno Éter! y hasta lejos resuena el signo antiguo
que los antepasados nos legaron, acertado y fecundo.
Que así toman morada los celestes y, horadando la sombra,
con honda convulsión, su Día desciende hasta los hombres.


5

Llegan en un principio sin que se les perciba y a su encuentro 
   los niños
se dirigen: la felicidad es demasiado clara y cegadora
y atemoriza al hombre; un semidiós apenas si podría
dar nombre a quienes se le acercan llenos de regalos.
Pero es mucho el valor que le transmiten, el júbilo que anega
su corazón, y ya no sabe cómo usar tanto bien;
crea, se prodiga y en sacro ve convertirse lo profano,
cuanto, loco y benévolo, su mano ha bendecido.
Los celestiales lo toleran hasta donde es posible, luego se aparecen
de verdad, en presencia, y a la felicidad los hombres se    
   acostumbran,
y a la luz, y a contemplar el rostro de los revelados,
de los que antaño dieron nombre al Todo y la Unidad,
y de libre plenitud colmaron los pechos taciturnos,
y fueron los primeros y los únicos en dar satisfacción a los deseos;
pero el hombre es así; cuando el bien se presenta
y es un dios quien lo ofrece, no sabe verlo ni lo reconoce.
Ha de sufrir primero; pero ahora da un nombre a lo que ama,
ahora, por eso, las palabras se abren a la vida como flores.


6

Y ahora piensa con fervor en honrar a los dioses bienaventurados,
todo debe, en verdad, proclamar su alabanza.
Nada vea la luz si no place a los que moran en lo alto,
ante el Éter no vale ningún gesto baldío.
Por eso, para merecer estar en la presencia de los inmortales,
rivales entre sí, los pueblos se disponen
en orden suntuoso, alzan hermosos templos,
y ciudades al borde de las aguas, con solidez y con nobleza.
Mas ¿dónde están?, ¿dónde florecen las ilustres, las coronas      
   festivas?
Tebas y Atenas se marchitan, y el rumor de las armas
¿ya no suena en Olimpia? ¿ni los dorados carros de los Juegos?
y en las naves corintias ¿se acabaron por siempre las guirnaldas de 
   flores?
¿Por qué los sagrados teatros de otros tiempos también guardan 
   silencio?
¿Por qué las danzas sacras no expresan ya alegría?
¿Por qué ya no hay un dios que señale la frente de los hombres
y marque con su sello, como antaño, al elegido?
O alguna vez él mismo descendía, tomando forma humana,
y completaba y, confortante, ponía fin a la fiesta divina.


7

Pero llegamos tarde, amigo. Ciertamente los dioses viven todavía,
pero allá arriba, sobre nuestras cabezas, en un mundo distinto.
Allí actúan sin tregua, y no parece ser que les inquiete
si vivimos o no, ¡tanto los celestiales cuidan de nosotros!
Pues no siempre una vasija frágil puede contenerles,
el hombre soporta la plenitud divina sólo un tiempo.
Después, soñar con ellos es toda nuestra vida. Pero ayuda el error,
como el estar dormido, y las necesidades y la noche nos dan fuerza
hasta que un suficiente número de héroes, crecidos en sus cunas
de bronce, sean valerosos, como acostumbran ser los celestiales.
Vendrán entonces como truenos. Pienso, mientras tanto,
mejor dormir que estar sin compañeros,
esperar de tal modo y qué hacer entre tanto y qué decir,
yo no lo sé, y ¿para qué poetas en tiempos de miseria?
Pero, me dices, son como los santos sacerdotes del dios de los 
   viñedos
que de una tierra vagan a otra tierra en la noche sagrada.


8

Así, cuando en un tiempo que ahora parece tan lejano,
los que hacían la vida tan hermosa ganaron las alturas,
cuando el Padre apartó sus ojos de los hombres
y un justificado dolor se extendió por la tierra,
cuando un genio apacible, el último de todos,
con divinos consuelos vino a nosotros y anunció el fin del día,
antes de desaparecer, dejó el coro celeste,
en señal de que estuvo y había de volver, algunos dones,
que humanamente fuese posible disfrutar, como solía,
porque el don del espíritu excedería al hombre
y aún faltan los fuertes, capaces para el gozo
supremo, aunque alguna gratitud en el silencio vive todavía.
El pan es fruto de la tierra y sin embargo lo bendice la luz
y del tronante dios nos llega la alegría del vino.
Por eso nos recuerdan a los celestiales
que en otro tiempo nos acompañaron y han de volver un día,
por eso los poetas cantan al dios del vino con solemnidad
y no resuena fútil su alabanza para el antiguo dios.


9

Sí, hablan con verdad, es él quien reconcilia el día con la noche,
conduce las constelaciones que eternamente suben y declinan,
siempre dichoso, como el verdor perenne de los pinos que ama
y como la corona de hiedra que eligió para sí,
porque él permaneció y a los que abajo viven en tinieblas,   
   abandonados y sin dioses,
su estela trae la memoria de los dioses ya idos.
Los que viejos cantos predijeron de los hijos de dios,
¡míralo! eso somos nosotros; ¡éste es el fruto de la Hesperia!
Todo en los hombres se consuma con rigor milagroso.
¡Crea quien lo compruebe! Pero aunque mucho ocurra, nada habrá 
   de surtir
efecto alguno, porque no somos sino sombras y sin corazón
hasta que el Padre Éter, aclamado, a todos pertenezca y cada uno.
Pero, entre tanto, llega como emisario portador de antorcha,
el Sirio, el Hijo del Más Alto, y desciende a las sombras.
Le ven los sabios bienaventurados; en sus almas cautivas
se enciende una sonrisa y se abren sus ojos a la luz.
Duerme el Titán en brazos de la tierra, plácidamente sueña

y hasta el celoso cancerbero toma bebida y se adormece.

Friedrich Hölderlin (1770 - 1843)
Brot und Wein (1801)
Versión de Jenaro Talens. Las grandes elegías. Ed. Hiperion. 1980